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viernes, noviembre 16, 2007

Los españoles


Por Alfredo Bryce Echenique*

Si uno repasa las páginas escritas por los narradores y poetas latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, en aquellas que se refieren a Europa occidental los españoles, más aun que los portugueses, son los grandes perdedores, los hombres y mujeres más desvalidos, los que sólo conocen la miseria y el exilio, sea éste exterior o interior. Es cierto que el genial José Bergamín descubrió al más grande poeta de América, el dolido César Vallejo, pero se me ocurre pensar que en aquel descubrimiento del autor de poemas como España aparta de mí este cáliz y de libros como Trilce, que el propio Bergamín prologó, hay también un re-conocimiento y una profunda simbiosis literaria.
Vívidas páginas de dolor español salpican íntegro el panorama de las literaturas de los veinte países hijos de la madre España. No en vano a ella los une siglos de historia, la lengua imperial de Castilla, una religión, y todas las mezclas de sangre que imaginarse pueda en millones de biografías, de vidas y de muertes. Y hoy más que nunca, con el intenso fenómeno migratorio, hay algo, también, de todos van y todos vuelven, aunque, por supuesto, las cosas han cambiado mucho en las últimas décadas y, aunque en los vuelos que van y vienen entre países como Cuba y Puerto Rico se vea aún pequeños comerciantes asturianos y gallegos que empiezan a hacer sus pinitos por aquellas islas, lo que hoy realmente se ve en los vuelos entre España y América Latina es a los más altos cargos de grandes empresas como Telefónica o Repsol.
Pero en lo que quisiera reparar es en el hecho único de un país que en el prodigioso tiempo de una década –1975 a 1985– pasó de ser tierra de emigrantes para convertirse en meta de inmigrantes. Hemingway, que amó y contó la España de la violencia y la miseria –en la que, según él todos los hombres se llamaban Paco–, jamás hubiera soñado con que apenas tres lustros más tarde poco o nada fuera quedando de todo aquello. Con apenas tres décadas de distancia, Cela regresó a La Alcarria, pero no a pie sino en un Rolls y con una top model como acompañante, y el mismo García Márquez que en los sesenta no encontró automóvil de alquiler alguno en Madrid en estado de viajar hasta Barcelona, vivió aquello que los franceses llaman l’embarras du choix ante la inmensa oferta de estupendos vehículos que le ofrecieron para realizar este mismo trayecto, tan sólo una década más tarde.

Por mi parte, conocí la pobreza conmovedora de los españoles en el extranjero durante mis primeros años de estudiante en París. Los había que trabajaban 10 horas en una fábrica y luego realizaban incluso dos turnos más, hasta bien entrada la madrugada, limpiando oficinas, por ejemplo. Un buen grupo de entre ellos –más tres sicilianos y un portugués– había literalmente colonizado unos cuartuchos que aún existen en los techos parisinos, aquellas míticas chambres de bonne que provenían de la época en que aún existía el servicio doméstico en Francia. Y hasta aquel techo subía yo a menudo, porque el esposo de mi asistenta –ella se llamaba Carmen y él, Paco– era analfabeto y también sus demás vecinos de cuartucho y yo era su escribidor y contable. Les redactaba sus cartas y les hacía las sumas y restas y demás trámites de las remesas que enviaban al terruño.
Pero lo más curioso es que, en el polo opuesto de la escala social y económica, algo quedaba también de aquella gran miseria. Pude constatarlo el día en que dos jóvenes notarios, de Valencia y Madrid, respectivamente, aparecieron por mi departamento parisino. Es cierto que querían comerse el mundo y que miraban al porvenir con desmedido optimismo, pero en uno de ellos jamás se borraron los rasgos de la desnutrición infantil y el otro siguió siendo mentalmente un pobre hasta el día en que se jubiló millonarísimo de millones de monedas de metal: el hombre jamás creyó en los billetes ni en los cheques y no bien un cliente pagaba y abandonaba su notaría, él salía disparado por una puerta trasera, no cesaba en su carrera hasta la primera sucursal bancaria que encontraba en el camino, y ahí lo convertía todo en moneditas.


* Publicado en
Caretas 2002.
En la foto: Bryce.