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lunes, setiembre 24, 2007

La novela y la guerra (II parte)

Por Miguel Gutiérrez*

DOS NOVELAS CORTAS

"Guerra a la luz de las velas" es una nouvelle que sirve de título al espléndido libro de relatos de Daniel Alarcón, un joven y singular escritor peruano-norteamericano. En el Perú se han impuesto dos imágenes diametralmente opuestas sobre los militantes subversivos, en especial los que pertenecen a SL. El Estado, la prensa tradicional y la capa de letrados que procede de las canteras del marxismo universitario, han degradado su figura presentándolos como delincuentes terroristas, sanguinarios y fanáticos, e incluso, como reencarnaciones del Mal Absoluto. (Por cierto, entre esta intelectualidad existen algunas voces disonantes, como la de Alberto Flores Galindo quien, pese a los terribles y crueles excesos de SL, enmarcaba sus acciones como parte de las revoluciones del siglo XX). La otra es la imagen heroica -ejemplar, monolítica, sin fisuras- del militante concebida por la propia doctrina del Partido y por las tradiciones del realismo socialista y del romanticismo revolucionario. Alarcón, cuya nouvelle trata de la vida de un militante revolucionario, se aparta de ambas imágenes, pero, sobre todo, de manera tácita, recusa la visión y los discursos estigmatizadores de la capa ilustrada de cierta izquierda peruana.
De estructura fragmentada, la historia de Fernando está compuesta por XI fragmentos no secuenciales, de los cuales, el I y el último transcurren en 1989, en algún lugar de la selva de Oxapampa. La secuencia que desencadena el relato comienza de esta manera: "Un día antes de que una bomba perdida lo sepultara en la selva peruana, Fernando y José Carlos se sentaron a meditar sobre la muerte". Esta anticipación del final irrevocable de la historia, anuncia ya una estrategia narrativa que no reposará en recursos como los de la intriga y el suspenso. El conjunto de los fragmentos ordenados de manera discontinua (pues es de suponer que la narración sigue los vaivenes y baches de la memoria del protagonista de la historia) abarca la totalidad de su trayectoria vital: infancia, entorno familiar, vida estudiantil y universitaria, vida matrimonial y militancia partidaria que culmina con su muerte, pero todo ello a través de escenas centradas en algún momento existencialmente significativo de la vida de Fernando. Aunque el relato refiere la vida de un militante revolucionario –por ciertas consignas empleadas de paso puede entenderse que se trata de un senderista- el narrador, oculto tras una tercera persona, emplea un lenguaje desideologizado, desprovisto de énfasis, con un tono elegíaco antes que épico, pues por la perspectiva elegida por el autor, la historia no se centra en el accionar revolucionario –combates, sabotajes, actos de terrorismo-, sino en los sentimientos íntimos de Fernando, que si bien se mantiene firme en sus convicciones, no deja de añorar los pequeños placeres de la vida cotidiana, como el amor conyugal y el gozo de la paternidad. Salvo en los párrafos finales de la última escena en que irrumpe el tono épico que incluso alude a la victoria final, prima el tono distanciado, objetivo, suavemente elegíaco en recordación de los muertos como el lector puede comprobarlo en el fragmento III Manejando, 1987. Así, pues, Daniel Alarcón, ha creado un personaje que no es ni un fanático ni un asesino. Pero que tampoco es un héroe absoluto y ni siquiera un personaje ejemplar. Alarcón, fiel al arte y la sabiduría de la novela, ha logrado crear una figura humana, que en medio de contradicciones y nostalgias, vivió y murió por los ideales en los que creía.

Un beso de invierno, la novela corta de José de Piérola difiere de la novela de Julio Ortega por su realismo naturalista o empírico y de la novela de Daniel Alarcón –concebida también dentro del canon realista- por su estructura. Mientras "Guerra a la luz de las velas" tiene una estructura fragmentada, en cierta forma abierta, sin una intriga central, Un beso de invierno es una novela de aventuras organizada en torno a una intriga, de estructura compacta y cerrada que Eco denominaba "novelas bien hechas". Buen conocedor del arte cinematográfico, De Piérola quizá se haya inspirado en una variante de los filmes de aventuras de caminos (un grupo de amigos abandona por unos días la gran urbe para reencontrarse con la naturaleza, pero lo que encuentra es un mundo primitivo, hostil y pérfido) para construir una historia que desde el párrafo inicial sumerge al lector en el misterio y el horror. Algunos meses después del fin de la guerra, subversiva y contrasubversiva siete amigos de la pequeña burguesía –tres mujeres y cuatro hombres-, gente toda de buena voluntad, salvo una (como se revela al final) de ideas políticas moderadas de tendencia socialista, un poco para celebrar la paz y disfrutar de la naturaleza y la normalización de la vida cotidiana, emprenden una excursión a una famosa meseta poblada de bosques rocosos ubicada a cuatro mil metros de la sierra de Lima, pero completamente deshabitada, con sólo una vieja cabaña de piedra que sirve de tambo a ocasionales visitantes. "Se decía –informa el narrador- que era la montaña sagrada de una humanidad anterior, un punto del planeta usado como faro magnético para la navegación espacial, un lugar religioso cuya inducción hipnotizaba a todo aquel que lograba escalar laboriosamente de la pendiente escarpada". La novela se inicia cuando al día siguiente de su llegada a la meseta, muy al alba, fuera de la cabaña donde pasaron la noche, los amigos encuentran el cuerpo sin vida de Catulo, uno de los excursionistas: "Parecía dormido, sentado en el suelo, la espalda apoyada en una roca, la cabeza ligeramente inclinada, pero no dormía. De detrás de la oreja, siguiendo la curva del cuello, bajaba un grueso hilo de sangre que llegaba a la clavícula…". Este suceso determina las dos líneas narrativas que de manera alternada desarrollará la novela. Así, mientras la primera demanda la solución del misterio sobre quién es el asesino y los motivos que lo indujeron al crimen; la segunda línea se centrará en la evocación de la vida de Catulo, la víctima, y a través suyo se irá conociendo retazos de la historia del grupo de amigos que se reunían en torno a su persona.
Por razones prácticas, el grupo, previo sorteo se divide en dos; cinco de los integrantes se encargarán de llevar el cadáver a cuatro horas pendiente abajo de la pradera donde se hallaba el pueblo más cercano. Los dos que se quedan en el sitio para cuidar el equipo de los excursionistas son el narrador y una joven llamada María a la que pronto se suma un tercer personaje que oculto entre el laberinto de rocas hace sentir su presencia de manera inquietante: ha dejado al fondo del jarro de café que bebe la joven un casquillo de bala, reluciente "como una pepita de oro". Este acto trasmite a los amigos hasta tres mensajes, el primero de los cuales les dice que él es el autor del asesinato, el segundo que ellos serán las siguientes víctimas y la última que antes de liquidarlos jugará con ellos como juegan ciertos depredadores con sus presas. Poco después los dos jóvenes descubren que el francotirador es un desertor del ejército, probablemente desquiciado, que escondido entre los bosques de rocas desde no se sabe cuánto tiempo ignora que la guerra había concluido desde meses atrás. De modo que ahora los jóvenes deberán luchar por sobrevivir, sea huyendo o enfrentándolo, pues a los ojos del soldado son terroristas de Vanguardia roja (así denomina el autor a los subversivos) a los cuales hay que matar sin misericordia en defensa de la patria, tal como le enseñaron sus oficiales en las maniobras y entrenamientos. Como el desertor conoce mejor el terreno y ha sido entrenado en la lucha antisubversiva, se adelanta a sus pasos, los hace prisioneros, los tortura y aterroriza (obviamente le promete a la joven violarla, "hacerla feliz" por la noche), pero al final, entre los dos logran reducirlo y María, que tiempo atrás cuando militaba había sido criticada con dureza en Vanguardia roja (eso se revela ahora) por no haber ejecutado a un sujeto señalado por el Partido, ahora, en defensa de su vida y de su compañero, con el rifle que logró arrebatar al desertor lo mata a tiros y luego arroja el arma al precipicio. Aparte del estudio persuasivo de cada uno de los personajes, sobre los cuales volveré luego, destaca el lenguaje muy visual, muy plástico (con el libro un director capaz podría filmar una estupenda película de acción con connotaciones políticas) con que desde una primera persona el narrador describe el imponente escenario lleno de luz en que el bramido del viento al recorrer la isla de rocas profundiza el silencio casi sideral y el sentimiento de abandono y soledad.
El otro nivel narrativo se centra en la figura de Catulo, cuya vida el narrador va evocando a través de los recuerdos de los diferentes integrantes del grupo. El conjunto de estas secuencias conforman una subhistoria que podría llevar el título teresiano de "El camino de perfección de Catulo". Alma justa y sensible, desde niño se siente atraído por las artes y por los problemas del mundo, de modo que al llegar a la adolescencia Catulo decide organizar su vida en función de su vocación de servicio a los pobres, en busca quizá de una cierta santidad laica. Digo laica porque después de estudiar cuatro años para sacerdote, Catulo, sin romper con la iglesia, abandona el seminario y desde el mundo, en su condición de seglar, se propone vivir cerca de los pobres. En este camino de perfección, los años formativos que pasa en el seminario resultan decisivos, por lo demás descritos por De Piérola de manera convincente. Aunque estudia con respeto y en profundidad la doctrina de la iglesia, Catulo tiene un espíritu heterodoxo que lo impulsa a conocer la verdad más allá de lo permitido por la normatividad de la iglesia. Precisamente por esta heterodoxia, las autoridades del seminario, presidido por el rector, lo someten a un juicio, casi a un auto de fe, por leer novelas prohibidas, por asistir a asambleas políticas de izquierda y por un asunto turbio relacionado con la carnalidad y el sexo. Pienso que entre las más notables páginas de Un beso de invierno se encuentran los cinco capítulos que relatan las incidencias del juicio en que, por una parte, muestran con solvencia y veracidad artística la vida en esos semilleros de futuros sacerdotes que son los seminarios, y por otra, definen la vocación, la inteligencia y la fortaleza moral de Catulo. Con tranquila firmeza éste absuelve todas las acusaciones del rector, incluyendo aquella que se refiere a las tentaciones carnales y a la naturaleza de sus pulsiones sexuales. Y porque los tormentos del sexo no ocupan el centro de su vida el joven seminarista puede sin demasiado dolor mantenerse en la castidad. Como el auto de fe, sin embargo, revela a Catulo los aspectos siniestros de la vida religiosa, solicita, su salida del seminario, pues ha llegado a comprender que puede servir a Dios juntándose con los pobres en su condición de seglar. De modo que trabaja como maestro en los colegios fiscales de los pueblos jóvenes y luego extiende su actividad a los comedores populares donde realiza las tareas más humildes. Por desgracia en el Perú de los años ochenta ya no había cabida para los santos, ni para las personas de buena voluntad que quieren paliar la pobreza, ni para reformistas que, en la visión de Vanguardia roja, no hacen más que prolongar la explotación y el atraso de los pueblos. Después de recibir varias amenazas, la dirigente del comedor popular con la que colabora Catulo, es asesinada por el partido, y el mismo Catulo recibe las mismas amenazas. Aun así, venciendo el miedo, camina por las polvorientas calles del pueblo joven y continúa con sus clases como profesor en la escuela fiscal. Toda esta última parte de su vida, un año después de la ejecución de la dirigente, se la cuenta a una nueva profesora que ha llegado a trabajar a la escuela, y ésta a su vez, a partir de esta simpatía y confianza que ha nacido entre los dos, le confía su extraordinaria historia. "Catulo la escuchaba –cuenta el narrador-. Hacía pocos años, ella había tenido un rifle al hombro, había jurado fidelidad a una bandera roja, había estado a punto de matar con sus propias manos, pero no había podido". Este dato escondido une las dos historias, pues ahora sabemos que María la mujer que se enfrentará con el soldado desertor en la pradera había sido el único amor de Catulo. Expuesta con sobriedad, sin efusiones líricas, ni sentimentalismos, José de Piérola ha escrito también una novela de amor, que de alguna manera justifica el poco feliz título del libro.
Los personajes principales de Un beso de invierno son, pues, Catulo, cuya personalidad domina la historia desde el pasado y desde la muerte, y María, una mujer introvertida que no habría podido enfrentarse al soldado desertor si en su etapa de militante no hubiera recibido una preparación militar. Ahora bien. Pienso que uno de los mayores aciertos del autor es haber creado un personaje persuasivo que provenía de la esfera del Bien. No sé si será más fácil representar personajes signados por el Mal, pero en cualquier forma los autores contemporáneos sienten predilección por los personajes que hayan pasado temporadas en el Infierno, aunque en verdad son pocos los que en el siglo XX han creado personajes que realmente descendieron por sus diferentes círculos, como el pobre Cónsul de Bajo el volcán. Y me temo que en la narrativa última peruana abundan imágenes amables del Infierno, donde pululan personajes malditos más bien risibles. Dostowiesky siempre se sintió atraído por los grandes pecadores, por los poseídos por el Demonio y fascinados por el Infierno. Pero también ha creado personajes que proceden del polo del Bien. Son personajes evangélicos, imitadores de Cristo, que desconocen la crueldad, la envidia, la codicia, y lo logró a medias con la figura del príncipe Liov Nicolayevich Mischkin de El Idiota, y lo plasmó de manera magistral en la figura inolvidable de Aliocha, seguidor de la doctrina del padre Zósima, de Los hermanos Karamazov. En el siglo XX, acaso solo Graham Greene, ha creado personajes vinculados al Bien, como los protagonistas de Un caso acabado y El revés de la trama, pero ellos alcanzan una suerte de santidad después de luchar con los impulsos demoníacos y con el peso de la culpa. El personaje de José de Piérola pertenece más bien al linaje de Aliocha, aunque es menos angélico y más terrenal y más prosaico, como que vivió en una época que había abolido definitivamente lo sagrado. Si la reconstrucción de la vida de Catulo empieza luego que todo había concluido para él al ser asesinado, la personalidad de María se va delineando a partir de un presente narrativo, cuya conducta frente a la situación que se había con el asesinato, de Catulo sorprende a los integrantes del grupo, empezando por el propio narrador: "Sus palabras, la seguridad con que las dijo, nos tomaron de sorpresa. No estábamos acostumbrados a su voz [...]María, siempre silenciosa en el departamento de Catulo, ahora hablaba con autoridad. La prisa, la tensión, la pena, lo que fuera que nos alteraba en ese momento, la había obligado a hablar". Y cuando ella y el narrador se quedan en aquella meseta sobrecogedora e intimidante para cuidar las cosas, es María la que toma todas las iniciativas e idea los planes tácticos para enfrentarse con el soldado desertor, de modo que el narrador –venciendo sus miedos y vacilaciones- termina por aceptar el liderazgo de su compañera de aventura. Es probable que a los lectores les sea difícil imaginar el aspecto físico de María, no obstante paso a paso irá viendo crecer ante sus ojos su estatura moral, su inteligencia y su coraje y solidaridad, y la admirará aún más cuando en el penúltimo capítulo se revela el dato escondido en el sentido que fue la pareja de Catulo, pues los lectores recordarán que al comenzar la novela ella no lloró frente al cadáver de quien fue el gran amor de su vida –por diferentes razones ambos eran perseguidos por Vanguardia roja- y prefiere reservar sus sentimientos para sus momentos de soledad. ¿Pertenece María al linaje de las heroínas revolucionarias? Según la estética del romanticismo revolucionario una auténtica heroína no debe desacatar la orden del Partido sucumbiendo a la compasión ante el enemigo de clase, porque esto significaría capitular ante el humanitarismo burgués. Pero acaso José de Piérola no se propuso retratar a una heroína, revolucionaria o no, sino a un personaje femenino que ante una situación extrema es capaz de dar muerte a un adversario por dignidad –la coacción, la violencia, el terror resultan intolerables- y en defensa de la vida, propia y ajena. Después de haber dado muerte al soldado disparándole dos veces, le dice al narrador: "¿Me creerías, preguntó, si te digo que es la primera vez que mato? [...] Nunca, me dijo, participé en ninguna acción armada…Yo venía huyendo, escondida, usando un nombre falso hasta que conocí a Catulo… Fue la primera vez que pude contárselo todo a alguien”. Y acto seguido arroja el rifle “al insondable precipicio". El tercer personaje que el lector no olvidará es el del soldado desertor, que el autor ha logrado retratar no en forma caricatural como ha sido usual en nuestra narrativa cuando se alude a los personajes que pertenecen a las fuerzas represivas, pues dentro de su lógica demencial cumple hasta el final la doctrina que le inculcaron sus oficiales superiores.

LA HORA AZUL: UNA NOVELA DE LA PIEDAD

El argumento de La hora azul, de Alonso Cueto, resulta prometedor. Adrián Ormache, nombre ficticio de un prestigioso abogado de cuarenta y dos años de las altas clases sociales limeñas, y narrador de la historia, siete días después de los funerales de la madre, durante una plática con Rubén, un hermano suyo que reside en Estados Unidos desde hace mucho tiempo, se entera que su padre, un oficial de la Marina de Guerra del Perú, había sido un despiadado torturador cuando estuvo destacado en Huanta durante los años más duros de la llamada guerra sucia. En un momento del diálogo, Rubén le dice: "…el viejo tenía que matar a los terrucos a veces. Pero no los mataba así nomás. A los hombres los mandaba trabajar… pero que hablaran pues…, y a las mujeres, ya pues, a las mujeres a veces se las tiraba y ya después a veces se las daba a la tropa para que se las tiraran y después les metieran bala, esas cosas hacía". Líneas después Rubén le dice que una de las mujeres que torturó el viejo logró escaparse de la prisión, lo cual confiere un sentido inquietante al pedido que algunos años atrás le hiciera su padre (y que Adrián tomó como una forma de delirio) la víspera de su muerte: "… quiero que sepas algo, hay una chica, una mujer, que conocí una vez, o sea, no sé si puedes encontrarla, allá, búscala si puedes, cuando estaba en la guerra. En Huanta… Te lo estoy pidiendo por favor. Antes de morirme".
A partir de esta situación la novela podría abrirse por lo menos a dos líneas argumentales posibles. La primera se sustentaría en la revelación que le hace Rubén a su hermano Adrián: el padre de ambos habría sido un torturador, un violador y un asesino en la guerra contra Sendero. Dada la personalidad de Adrián, un hombre honesto e idealista, que ha heredado el espíritu de la madre (una dama aristocrática, de modales exquisitos, y que practica valores como los de la caridad), indagar sobre la veracidad o no de estas imputaciones tendría la fuerza de un imperativo moral. Según cuenta Adrián, debido al divorcio temprano de sus padres (pero exigido y tramitado por la madre), cuando los dos hermanos tienen entre dos y tres años, para él Ormache padre era una figura extraña, distante, a quien veía de manera espaciada, y que, en contraste con la finura de la madre, era un sujeto de maneras vulgares, uno de esos machos criollazos, que despertaba en él aversión y una cierta repulsa moral. Y, sin embargo, confiesa Adrián, durante los años de la guerra, se entregaba a fantasías, según las cuales, el viejo "había sido un gran militar, un héroe de la guerra contra Sendero, un tipo tan valiente como para irse a Ayacucho y enfrentarse a un grupo organizado de homicidas". De modo que luego de las revelaciones de Rubén (cuya manera de ser es afín a la de su padre), por la lógica de su mundo moral o por el simple factor humano, a Adrián se le impondrían algunas preguntas decisivas, como ¿qué fue lo que lo llevó al comandante Ormache a cometer crímenes tan horrendos?, ¿fue un caso de locura de guerra?, ¿se debió a una defectividad moral que impulsa a los individuos por los caminos del mal y los placeres de la crueldad?, ¿o se trató del cumplimiento de una estrategia de guerra diseñada por los altos mandos de la Marina, según la cual se les daba carta libre a oficiales para acabar con la subversión usando cualquier medio?, ¿y si fue así, qué responsabilidad individual le cabe por llevar a la práctica esta estrategia? La otra línea argumental posible fue la que escogió Cueto, centrado en la historia de Miriam, una bella muchacha mestiza que al ser secuestrada por un comando de los infantes de marina se salvó de la tortura, la violación y la muerte, debido al deseo y aun el afecto que suscitó en el jefe del campo de prisioneros de Huanta, comandante Ormache. Por todos los problemas que implica, la ejecución del primer argumento puede ser una tarea más ardua y más riesgosa en los planos moral y político, pero resulta una empresa absolutamente legítima proponer una imagen de la guerra subversiva y contrasubversiva como la que ocurrió en la historia reciente del Perú, relatando sus atroces incidencias en la vida privada de una sola de las víctimas. Al parecer inspirado en algún suceso real, un argumento de esta naturaleza tendría todos los elementos para componer una novela gratificante y sugestiva para el lector: la belleza y la inocencia de la víctima, conferirá un cierto toque romántico a la historia (de hecho presupone ya el romance), mientras que por el lado del narrador, hijo del victimario, se puede esperar una novela de la culpa y la expiación.
Aunque no divididas en forma simétrica ni señaladas de manera explícita, la novela consta de dos partes y una suerte de epílogo. La primera parte es la más extensa y la más llena de peripecias. Un poco para cumplir con el pedido que le hiciera su padre antes de morir y otro poco para satisfacer su curiosidad y medir los alcances de su propia responsabilidad (uno de los epígrafes tomado de la novela de Javier Cercas, La velocidad de la luz, sentencia: "A lo mejor uno no solo es responsable de lo que hace, sino también de lo que ve, o escucha o lee"), Adrián, asumiendo la función del detective en las novelas policiales, emprende la búsqueda de la joven que su padre siguió recordando hasta el momento de su muerte. La necesidad de Adrián de conocer la verdad aumenta cuando tras la plática con Rubén, descubre que su madre también llegó a saber, a través de una carta extorsionadora que le había dirigido una mujer, de las atrocidades que cometió su exmarido en Huanta con una joven prisionera. Esto incita a Adrián a empezar la pesquisa, la misma que irá adquiriendo notas obsesivas hasta afectar su matrimonio y su vida profesional. En una reunión que entre abundancia de tragos sostiene con el Chacho Osorio y el Guayo Martínez, dos sujetos que habían sido subalternos y compinches del comandante Ormache, Adrián no sólo corrobora la veracidad de lo que le confió Rubén antes de su partida, sino que obtiene otro dato: la chica que huyera del cuartel vivía ahora en algún lugar de Lima y se llamaba Miriam. Como es tópico en las novelas policiales, hay una falsa pista que le permite descubrir que el chantaje a que estuvo sometida su madre en los últimos años de su vida fue en realidad obra del Chacho Osorio. No faltan, por supuesto las trompadas en que la peor parte la lleva el narrador. Una vez cancelada esta pista, Adrián prosigue su búsqueda por otro camino que lo lleva a viajar a Huamanga, Huanta y al pueblo de Luricocha donde nació la desventurada muchacha. Y allí en aquel pueblito obtiene algún dato que, de retorno a Lima, lo llevará a descubrir el paradero de Miriam.
La segunda parte de la novela, que trata de las relaciones de Adrián, hijo del victimario, y Miriam, la víctima y objeto del deseo, debe haber sido el mayor desafío no sólo artístico del autor. ¿Cómo hacer verosímil humana y artísticamente esta relación que incluye un romance erótico? Por el momento me limitaré a referir los hechos principales. Con los informes que ha ido obteniendo, una tarde el doctor Adrián Ormache, manejando un lujoso Volvo, entra al barrio Huanta II, anexo del distrito de San Juan de Lurigancho, cuadra el auto frente a un salón e belleza y luego ingresa al establecimiento que, según le han dicho, es propiedad de Miriam. Y por fin la ve: allí está ella atendiendo a una clienta. Adrián toma asiento, espera que termine su tarea y en seguida le pide que le corte el cabello. Sin inmutarse ni sorprenderse por la apariencia del insólito cliente ella empieza a blandir las tijeras (cosa que, por cierto, pone muy nervioso a Adrián), todo en silencio, pero al terminar el corte y peinarlo, Miriam le dice al oído: "Doctor Ormache, veo que usted es igualito a como me habían contado". Después de mantener un diálogo lleno de reticencias (en el cual verifica que, en efecto, ella tiene un hijo de unos doce años), al despedirse Miriam le ruega que no vuelva nunca más. Sin embargo Adrián, regresa una y otra vez y ella termina por aceptar salir con él no sólo a bares y restaurantes de la zona, incluso acepta ir a restaurantes lujosos, como el de la Rosa Náutica. Pese a su carácter reservado, Miriam le va haciendo confidencias de su relación con Ormace padre, de por qué y cómo huyó del cuartel de Huanta, de cómo tiempo después intentó suicidarse cortándose las venas... El día que fueron a un hotel e hicieron el amor, Adrián le hizo la pregunta decisiva: "Dime, Miguel, tu hijo... ¿es mi hermano?". Y aunque ella lo niega, la duda queda flotando. Un día recibe una llamada en su oficina de parte de un pariente de Miriam, quien le informa que (en forma muy conveniente para dar fin a la historia), ella ha muerto de un infarto cardíaco. Con todo, Adrián asiste a los funerales y promete ayudar económicamente al niño. Pero en una última conversación que sostiene con el tío que protegió siempre a Miriam, le expone con razones su sospecha que ella en realidad se suicidó. El tío o quién sea mantiene un hermetismo sobre las aseveraciones de Adrián, sin afirmar ni negar nada. De todas formas, a la luz de esta conjetura el narrador se replantea el sentido de la conducta de la joven. En realidad, Miriam era una sobreviviente de una guerra que no sólo le había infligido heridas propias sino que por acciones de las fuerza en conflicto había aniquilado a toda su familia. Ya había intentado una vez quitarse la vida cortándose las venas, y si no lo intentó por segunda vez fue por el deber hacia su hijo. De modo que Miriam (concluye Adrián) aceptó mantener una relación amorosa con él para asegurarse secretamente que en caso de morir o suicidarse el niño no quedaría desamparado. En el breve epílogo Adrián Ormache hace un resumen de su vida "después de la tormenta" según reza la frase tópica. Se ha restablecido el orden familiar, Claudia, la esposa, acepta que Adrián lleve al niño a la casa y espera muy pronto presentárselo a sus hijas, mientras sus éxitos como abogado, después de la crisis, se han acrecentado de manera impresionante. En cuanto a Miguel, el hijo de Miriam (y tal vez del viejo Ormache), mediante la ayuda de una psicóloga empieza a superar sus traumas. Aunque introvertido y profundamente triste, es un chico muy inteligente que comprende la situación en la que ha vivido. Por eso, en el último párrafo de la novela, sostiene este diálogo con Adrián: "- Quería decirle algo –me dijo-…hace tiempo". Y luego concluye: "Quería agradecerle –dijo- . Agradecerle. Nada más".
Las críticas que se le ha hecho a La hora azul me parecen pertinentes, por lo menos en las que aluden a sus aspectos formales. En el plano del lenguaje, abandonando el camino que inició en su primer libro La batalla del pasado –que hacía presagiar la construcción de un estilo oblicuo y sugerente en la línea de Henry James, como el que ha logrado en la narrativa española Javier Marías- Alonso Cueto apostó desde sus últimos libros por un no estilo, es decir, por un lenguaje estandarizado, plano, referencial, hecho de frases cortas, salpicado de figuras e imágenes convencionales, quizá por atender las demandas del mercado del libro. Los diálogos, sobre todo cuando intentan reproducir el habla coloquial, resultan artificiosos, más aún cuando son personajes de jerarquía social inferior los que hablan, porque entonces la sintaxis se torna elemental, casi propia de retardados mentales. Esta falta de relieve, de abolición de la dimensión poética del lenguaje, causa estragos en uno de los episodios capitales de la novela, como es el de la carrera nocturna de Miriam por una zona de guerra a lo largo de treinta kilómetros para huir de la muerte, un evento acaso inspirado en la huida a través del campo de Joe Chrismas de los blancos que quiere lincharlo y que es ciertamente una de las secuencias más intensas de la novela de Faulkner, Luz de Agosto. (Ciro Alegría, refiere con gran solvencia narrativa y dramatismo un suceso similar en su estupendo relato "El hombre que era amigo de la noche"). Sin embargo, cuando Adrián evoca el entorno familiar, el mundo de los bufetes jurídicos y el de las relaciones sociales de la burguesía limeña, el tono del lenguaje adquiere nuevos brillos, con un fraseo elegante y sobrio, como en el pasaje más cálido del libro en que Adrián evoca la figura materna, mientras revisa minuciosamente el baúl de la madre recién fallecida que contiene toda su memoria.
Las otras observaciones que se le han hecho al libro de Cueto se refieren a situaciones narrativas reñidas con la verosimilitud. El pasaje más criticado es el relativo a la fuga del cuartel de Miriam, que según la ficción por entonces era una adolescente de diecisiete años. Lo curioso es que el episodio parece haberse inspirado o se apoya en un hecho real del cual da cuenta, según reza en el primer epígrafe de la novela, el periodista Ricardo Uceda en su impactante libro Muerte en el Pentagonito. Pero, como se sabe, no siempre lo que es real en la vida lo es en la ficción. En cualquier forma la fuga del cuartel y la carrera de la chica a campo traviesa entre Huanta y la ciudad de Huamanga sin que tenga que eludir a patrullas nocturnas de senderistas y soldados del Ejército resultan poco creíble. (En este sentido algunos autores peruanos que cultivan el género policial o las novelas de acción podrían aprender de los autores norteamericanos de best seller –esos auténticos herederos de Alejandro Dumas-, artesanos admirables de la composición novelística pues confieren verosimilitud irreprochable a las tramas más complicadas). Atenta también contra la credibilidad la visión que propone La hora azul de los barrios pobres y marginales de Lima. Sin duda el doctor Adrián Ormache tiene un conocimiento cartográfico de esos sectores de la gran ciudad, pero estos no se reducen a unos cuantos nombres de avenidas, calles y plazas; los conforman personas, familias, grupos humanos, masas. Son, por supuesto, zonas violentas, incluso feroces, además de atrasadas y pobres, pero al mismo tiempo son espacios bullentes, palpitantes, como diría Arguedas, cargadas de hervores, de trabajo, de música y creatividad. En cambio, el elegante Volvo de Adrián, se desplaza por un espacio aséptico, silencioso como un invernadero. Por último, las relaciones entre Adrián y Miriam no son convincentes ni persuasivas. No porque sea imposible una relación de amor entre un caballero blanco (como el propio narrador se autocalifica) y una joven mestiza, a quien en el mundo de los Ormache consideran como una chola o indígena. Incluso es perfectamente posible en la vida y en el arte el amor entre el verdugo y la víctima, como el que se cuenta en la novela de Albert Cohen Bella del Señor, o, para poner un ejemplo del cine, Portero de medianoche, de Liliam Cavani, en que se narra un verdadero amor en el infierno, como el que sostienen el director de un campo de concentración nazi y una prisionera judía. No existe, pues, una imposibilidad empírica, ni moral, ni psicológica ni, por supuesto, artística, para contar una historia de esta naturaleza. Pero para ello, Cueto debió calar más hondo, dejando de lado los diálogos convencionales y esa tentación que siente por la navegación de superficie. Con diálogos más densos, acaso podría tenerse acceso a la intimidad de esta mujer, trascendiendo el melodrama al que parece estar condenada. Creo que Alonso Cueto perdió la oportunidad de crear un gran personaje femenino e intuyo que esto no se debió a torpezas técnicas ni a limitaciones literarias, pues es un escritor capaz, sino que sin ser consciente de ello, pese a su belleza y el sufrimiento, la pobre Miriam carece de rango social para convertirse en una heroína.
Pienso que con La hora azul Alonso Cueto ha querido responder al llamado de la Comisión de la Verdad según el cual ya había llegado al Perú el tiempo de la Reconciliación Nacional. Yo no dudo de la honestidad de Cueto ni de su derecho de abordar este problema en una ficción novelesca (aunque también haya jugado lo suyo las expectativas del mercado internacional que reclama productos con esta temática). La raíz del problema reside en la visión con que el autor desarrolló el tema que, como dije al comenzar este apartado, contaba con un argumento muy sugestivo. (Con el tema de la culpa y la expiación se han creado grandes obras de la literatura universal, como las que escribió Dostoievsky y en tiempo reciente, J.M. Coetzee o Ian Mackewan, una de cuyas últimas novelas lleva justamente el título Expiación). Pese a su buena voluntad, Cueto ha narrado la historia desde una perspectiva señorial. Un examen textual revelaría la actitud patriarcal teñida incluso de racismo del narrador. La desventurada Miriam, así como no pudo resistir el hechizo de su verdugo (a quien, según sus propias palabras, llegó a amar y perdonar), sucumbe también al reclamo de Adrián, quien al decir de la joven representa la parte buena y noble del comandante Ormache, porque también este torturador, violador y asesino, tenía un corazón noble y si hizo lo que hizo fue por defender la patria de la amenaza terrorista. Por lo demás, el viejo Ormache (de haberse concebido al personaje sin complacencia y espíritu crítico hubiese sido una plasmación artística de lo que algunos filósofos y sociólogos denominan "la banalidad del mal") representa el lado plebeyo de la familia, a diferencia de la madre de Adrián (con quién este se siente identificado) que es una dama aristocrática con los valores más nobles de las más altas clases sociales del Perú. En cualquier forma, La hora azul da testimonio de la forma en que la burguesía, a través de sus elites intelectuales, entiende la reconciliación del país. ¿Es entonces, la obra de Cueto, una novela de la reconciliación nacional? Para que lo fuera, el autor debió cambiar su perspectiva artística, social y humana, por ejemplo confiriendo una mayor dignidad a Miriam y presentarla en pie de igualdad con su presunto benefactor. No, La hora azul es una novela de la piedad, no exactamente de la piedad cristiana, sino de la piedad que inspira a los señores la vida de sus siervos. Por eso, la novela se cierra con la frase abominable del hijo de Miriam dirigida al hijo del torturador: "Quiero agradecerle. Agradecerle. Nada más".

ABRIL ROJO Y LA NOVELA NEGRA

Por los años ochenta Julio Ramón Ribeyro afirmó que el Perú daba para una novela negra. Como se sabe, fueron los narradores del denominado post boom –Soriano, Piglia, Giardinelli, Skármeta, a los que habría que agregar el nombre de Manuel Puig en el papel de antecesor inmediato con su sombría novela The Buenos Aires affair- los que a partir de la década del setenta introdujeron el policial en su vertiente negra en Latinoamérica. En el Perú fueron los escritores jóvenes los que en los ochenta empezaron a experimentar con la novela policial en general, aunque el mayor logro correspondió a Vargas Llosa con su interesante y divertida novela ¿Quién mató a Palomino Molero?, cuyo "investigador", el cabo Lituma, reaparece en la novela que ya hemos comentado en uno de los apartados anteriores. Sin embargo habrían de pasar unos veinte años para que, en cierta forma, el joven narrador Santiago Roncagliolo, retomara el llamado de Ribeyro con su premiada novela Abril rojo, que se ajusta más a los cánones de la novela negra. Creo que con esto Roncagliolo se propuso construir una ficción que capture la atención de los lectores de principio a fin, pero que aparte de proporcionarles entretenimiento, los incite a la reflexión sobre las secuelas de la guerra interna durante los últimos meses del fujimorato.
A diferencia de las novelas policiales clásicas –la novela problema, la novela crucigrama, la novela de "misterios de cuartos cerrados", con sus detectives caballerescos y de mente brillante, generalmente grandes ajedrecistas, que tanto gustaban a Borges y Nabokov-, la novela negra se desenvuelve dentro un entorno social, con sus instituciones, sus fuerzas represivas y sus grupos de poder y cuyo investigador (un sujeto que tiene algo de rufián, pues para combatir el mal utiliza cualquier medio, incluyendo el homicidio) introduce al lector en todos los ambientes, desde los más elegantes y respetables hasta los bajos fondos y los ambientes más sórdidos. Aunque con algunos rasgos atípicos, Abril rojo se ciñe a las convenciones de este subgénero. El escenario y el tiempo donde se desarrollan los acontecimientos están llenos de connotaciones: el lugar es Ayacucho, "rincón de los muertos", y el tiempo es abril el mes en que se celebra la semana santa, la más famosa festividad religiosa de esa región de los Andes. Ahora bien; pese a que oficialmente se ha restablecido la paz -ya han transcurrido ocho años de la derrota de Sendero- el poder militar sigue manteniendo un dominio casi absoluto sobre la población y todas las instituciones, que incluyen el poder judicial y las fuerzas policiales. En estas circunstancias el fiscal adjunto, Félix Chacaltana Saldívar, un sujeto fanático de la Ley y de los procedimientos legales, se encarga de investigar "el caso" del cadáver carbonizado y mutilado que fue encontrado en la localidad de Quinua. Ateniéndose a ciertos indicios, Chacaltana formula la hipótesis según la cual el asesinato ha sido obra de los terroristas, mientras que para el comandante Carrión, jefe de la plaza, apoyado por el juez y el comisario, se trata de un crimen pasional, pues, por conveniencia política (en momentos que se prepara el fraude electoral que llevará por tercera vez a Fujimori al poder), el comandante afirma que ya en la región no existen terroristas. Aun cuando el fiscal distrital adjunto acepta por miedo subordinarse al poder militar y tiene que pasar por alto ciertos procedimientos jurídicos, con el apoyo del comandante Carrión que lo utiliza para sus propios fines, Chacaltana continúa de manera obsesiva con sus pesquisas: estas terminan por llevarlo a descubrir al verdadero autor de los crímenes. Pues al final, ocurrirán cinco muertes más durante los días más intensos y multitudinarios de la semana santa; de estos asesinatos, los cuatro primeros son de un sadismo atroz en que, como en el caso del cadáver hallado en el pueblo de Quinua, ha habido de por medio fuego, torturas, mutilaciones y profusión de sangre, pero sobre todo los cadáveres llevan algunas marcas que hacen pensar en homicidios rituales relacionados con la semana santa ( por ejemplo, la cruz estampada en la frente en el primer cadáver alude al Miércoles de ceniza, el segundo que recibió siete puñaladas en el corazón -como los siete puñales de plata que lleva la Virgen dolorosa en el corazón- recuerda el Viernes de Dolores…); en cuanto al último asesinato, lo comete el propio fiscal Chacaltana, quien en una confrontación con el autor de los homicidios lo termina abatiendo a balazos.
Abril rojo cumple, por lo menos en una primera lectura, con el requisito principal de toda ficción policial: atrapar, enganchar al lector y no soltarlo hasta el momento culminante en que se devela el enigma que la novela plantea. El segundo requisito exige una trama impecable que se sustenta en la invulnerabilidad de la lógica que gobierna el despliegue de los acontecimientos. Y esto es un imperativo que observan tanto los escritores que siguen la tradición de la novela ajedrez, tipo Chesterton o Aghata Christi, como los que cultivan la novela negra; así, por ejemplo, los diecisiete asesinatos que ocurren en Cosecha roja, de Dashiell Hammett, no sólo parecen posibles sino que resultan necesarios para el desarrollo de la trama. Me temo que Abril rojo presenta algunas incongruencias en este nivel. Me limitaré a referirme a las motivaciones que llevaron al culpable a cometer la serie de homicidios. En realidad, aparte del primer asesinato, que puede explicarse por una razón de estado, ya que el retorno clandestino a Ayacucho del sanguinario oficial de los sinchis, apodado el Perro Cáceres –quien con furia homicida pretende reavivar la lucha antiterrorista- ponía en peligro la política del gobierno según la cual después de la derrota de Sendero se había instaurado la paz en la región; de modo que, frente a este peligro, y con la probable anuencia del servicio de inteligencia, se procedió a eliminarlo. En cambio, los restantes asesinatos o bien las razones son cuestionables (caso de Justino Mayta y del padre Quiroz) o sencillamente carecen de todo fundamento (caso del terrorista Durango que cumplía cadena perpetua en el penal o la chica Edith Ayala que no representaba ninguna amenaza), salvo que se atribuya al asesino (lo cual significaría un recurso manido) un estado de total desquiciamiento mental. Por otro lado, los asesinatos son de un sadismo tan complicado, que su ejecución tendría que ser obra de un equipo de sicarios, pues un solo individuo estaría imposibilitado de realizar acciones que entre otras cosas supone el uso de toda una utilería para efectuar, por ejemplo, las mutilaciones en los cadáveres o el traslado de los cuerpos de un lugar a otro, y todo esto en una ciudad pequeña como es Huamanga, una ciudad que, por lo demás, estaba invadida por miles de turistas (¿La serie de homicidios podría ser obra del servicio de inteligencia nacional que opera en la ciudad? Pero esta hipótesis no se justifica si nos atenemos a los hechos tal como apareen en el texto). Por último, los intentos de explicar los asesinatos aludiendo al mito de Incarrí o a la liturgia católica o a tópicos como el milenarismo andino o al "alma insondable" de los indios (claros ecos de Lituma en los Andes), o como sostiene el comandante Carrión, que fueron los fantasmas torturados, el reclamo de los miles y miles de cadáveres, mutilados y arrojados a fosas comunes durante la barbarie de la guerra, quienes incitan la continuación de la carnicería, resultan a la vez demasiado retóricos y poco convincentes.
Hay dos aspectos de la novela de Roncagliolo que merecen destacarse. Uno se refiere a la ambientación y el otro a la creación de personajes. Hay quienes sostienen que sólo tienen derecho a escribir sobre la realidad andina los que han nacido en los Andes y conocen el quechua, pero esto es un disparate. No hay límites para las invenciones narrativas y no sólo me refiero a los escritores que practican la literatura fantástica. Escritores de primer orden como Conrad, D.H. Lawrence, Hemingway, Malraux, Graham Greene, Lawrence Durrell, Bellow, Bowel han ambientado sus novelas en escenarios distintos y distantes de sus paisajes de origen; por cierto son visiones externas, a las cuales se les pueden hacer observaciones de tipo ideológico-político pero no en cuanto a su legitimidad artística. México, una realidad cercana al Perú, tuvo la suerte de contar (en realidad no son los únicos) con dos escritores extranjeros que escribieron sobre la realidad mejicana, me refiero al misterioso B. Traven (varias de sus novela, como La rebelión de los colgados, fueron llevadas a la pantalla por cineastas nativos) y sobre todo a Malcom Lawry cuya obra maestra Bajo el volcán ha influido en la propia narrativa mejicana. Por eso, con todos los riesgos que ello supone, me parece legítimo e incluso admirable que el joven narrador limeño haya ambientado su novela en Huamanga y que las acciones transcurran dentro del marco grandioso que ofrece la ciudad durante la semana santa. He oído decir que Abril rojo ofrece una visión turística, de tarjeta postal, de la ciudad de Huamanga, pero esta crítica no me parece justa. La novela de Roncagliolo no trata del mundo indígena, trata de una moderna urbe andina que está saliendo de una cruenta guerra interna que ha dejado heridas aún no cerradas, pero donde la mayoría de la población pertenece a las agrupaciones mestizas de clase media. No, creo yo que Abril rojo propone una visión parcial pero no inauténtica de esa trágica ciudad de los andes centrales. Por lo demás esta visión parcial, "foránea", de Huamanga, se justifica artísticamente cuando en el capítulo final nos enteramos que el autor ficticio del "informe" que organiza la materia narrativa, procede de otra realidad, posiblemente de la costa peruana. ¿Pero a pesar de todo hay algo que suene no a artificio (a fin de cuentas toda ficción es un artificio) sino a artificioso? Como crea haberlo ya dicho en el párrafo anterior, el marco espectacular de la semana santa, debió influir en la elaboración de la trama, según la cual, en la línea de "La muerte y la brújula" de Borges, la serie de asesinatos plantea la hipótesis de una “secreta morfología” de los crímenes, con connotaciones simbólicas, trascendentales, místicas, como en algún momento sugiere el padre Quiroz. Por desgracia, el comandante Carrión carece de la inteligencia y sutileza del bandido Red Scharlach, apodado Scharlach el Dandy, del estupendo relato de Borges.
En diversas ocasiones se ha escrito que el gran desafío para los novelistas es la creación de personajes, es decir, de esos seres que siendo entidades de papel alcanzan, autonomía, carnalidad, capaces de competir, como quería Balzac, con el registro civil. Abril rojo ofrece un conjunto de personajes plasmados con considerable eficacia a través de un discurso objetivo, en tercera persona, pero, como se revelará al final, emitido desde una perspectiva no omnisciente, pues como dije hace un momento estructuralmente la novela es un Informe que un miembro del servicio nacional de inteligencia eleva a sus superiores sobre la serie de asesinatos ocurridos en Ayacucho por los días de las elecciones fraudulentas en que se reeligió por tercera vez Fujimori (de ahí que los monólogos-soliloquios que se intercalan entre sección y sección no se justifican artísticamente y su lectura por lo tanto es prescindible). A excepción del fiscal Chacaltana, al cual me referiré luego, los personajes como el comandante Carrión, el padre Quiroz, el capitán Pacheco, el terrorista Durango o Edith Ayala, están presentados a través de sus acciones y diálogos y aunque no accedemos a sus mundos interiores son personajes convincentes, no esquemáticos ni maniqueos ni carentes de complejidades; por ejemplo, el comandante Carrión es algo más que una simple caricatura, el terrorista Durango está representado con decoro realista que evita tanto la estigmatización como la apología y Edith Ayala, joven de extracción popular, es una figura más convincente que la Miriam de La hora azul. Tiene un pasado más duro y complejo, también es una sobreviviente, pero su deseo de vivir y su relación de amor con el fiscal Chacaltana no resulta improbable. Ahora bien. El personaje más controvertido es el del fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar. Harold Bloom afirma que todo lector a leer una novela (o una obra de teatro) debe interrogarse si los personajes a lo largo de la ficción cambian o no. ¿Cómo cambian los personajes? Hay dos maneras básicas: la manera dramática (shakeasperiana, la llama Bloom, pero que para mi el ejemplo paradigmático lo constituye Edipo rey) y la manera evolutiva (cervantina, según Bloom, como el largo y pausado proceso de maduración que experimenta Hans Castorp de La montaña mágica). Sin duda, al terminar la novela, Chacaltana ya no es el mismo personaje que vimos irrumpir en la historia en un estado de casi inocencia dispuesto a buscar la verdad con la ley en la mano. Como ocurre con la manera dramática en un tiempo corto (las acciones duran algo más de un mes) al cerrar el libro vemos al fiscal que, caído en la total demencia, se ha convertido en un prófugo de la justicia. Cuando leí por primera vez Abril rojo, me pareció un logro que (más allá de alguna incongruencia: no era posible que después de más de veinte años de ejercicio profesional Chacaltana ignorase la corrupción del poder judicial y su sometimiento al poder militar) el personaje se iba transformando delante de mis ojos, con la galopante liberación del potencial de violencia que llevaba dentro de sí y que lo convirtió en violador y homicida. Por desgracia, al final sabremos que se trata de un caso clínico, de un psicópata (es muy clara la influencia de Psicosis, de Hitchcock), que siendo niño quemó vivos a sus padres, que tiene una fijación materna, a quien venera y mantiene un diálogo permanente. No es ésta la única concesión de Abril rojo al cine (a los thriller de categoría B), con su culto a la truculencia, al derramamiento profuso y gratuito de sangre, como en el horrendo asesinato de Edith Ayala. En este caso, la novela negra, el modelo de la novela negra, ha servido para banalizar un tema, reduciendo complejos procesos sociales, políticos e históricos a acciones y enfrentamientos de individuos desquiciados.

RETABLO: UNA NOVELA POLIFÓNICA

Retablo, de Julián Pérez, es una novela de diversas dimensiones. Justamente como un retablo ayacuchano la novela contiene una miscelánea de historias narradas de manera discontinua, no secuencial, aleatoria, por un narrador principal, pero a cuya voz se suman otras voces y otras memorias. Dentro de la estructura mayor, Retablo cuenta las siguientes historias: 1) La historia familiar de los Medina Huarcaya; 2) La historia del pueblo andino de Pumaranra; 3) La historia de la crisis existencial de Manuel Jesús, un Medina Huarcaya de la tercera generación y voz narrativa principal; y 4) La historia sobre la guerra subversiva a comienzos de los años ochenta en esa zona de Ayacucho dirigida por Grimaldo, hermano mayor del anterior. A partir del pueblo de Pumaranra, ubicado en la provincia de Víctor Fajardo, el ámbito de la representación se va extendiendo por toda la región de los andes ayacuchanos y las ciudades de Lima e Ica, mientras el tiempo de las acciones abarca la vida de tres generaciones de los Medina Huarcaya y de su linaje enemigo los Amorín. En cuanto al lenguaje, Julián Pérez ha logrado crear (o por lo menos ha puesto bases muy sólidas) un estilo propio que escapa a las dos maneras de escritura que, en general, se había impuesto en la literatura andina postarguediana. El padre común de estas dos maneras es, creo yo, Vallejo, pero no el del Vallejo narrador, sino el poeta, que ya desde las Canciones del Hogar de Los heraldos negros y en los poemas "hogareños" de Trilce, utilizó el español andino, con su sintaxis influida por el quechua. La primera línea es la prosa de Arguedas; la segunda es la prosa de Eleodoro Vargas Vicuña (con algo de Juan Rulfo), despojada de quechuismos (salvo los que aluden a la toponimia) y cargada de lirismo. Utilizando un tono coloquial impuesto por el uso de la primera persona, Julián Pérez apuesta por una prosa moderna, en que la norma estándar incorpora el vocabulario rural de origen quechua sin que esto se convierta en una traba para un lector que procede de otras realidades lingüísticas. Pero además es un lenguaje no exento de poesía, atravesada por relámpagos de oscuridad, de imágenes herméticas.
No puedo por razones de espacio referirme con algún detenimiento a cada una de las líneas narrativas que acabo de señalar, de modo que me centraré en el tema de la guerra subversiva (así la llama el narrador) de acuerdo a la propuesta de este ensayo. Antes, sin embargo, quiero llamar la atención sobre dos aspectos que confieren un admirable rango artístico a Retablo. Siguiendo el ejemplo de Arguedas, y más aun de Alegría y Guimaraes Rosa, la novela de Julián Pérez destaca por su dimensión épica, entendiendo lo épico no sólo como despliegue de batallas o exaltación de la resistencia popular en el que intervienen masas e individuos contra los poderes que gobiernan el mundo, como en efecto se dan en Retablo, sino en el sentido hegeliano sobre la configuración del mundo épico. Si no mal recuerdo el viejo Hegel caracterizaba lo épico como "la representación de la totalidad de los objetos", es decir, héroes, grupos y pueblos se hallan relacionados con todo un mundo de objetos, cosas, utensilios, creados en la práctica cotidiana por los seres humanos. Hace muchísimos años leí un maravilloso episodio de El mundo es ancho y ajeno. Es aquel en que Amadeo Sumallacta, el joven más feo de la comunidad de Rumi, pero un músico excelso, siente el deseo de tocar justo en este momento su quena, instrumento que sus hermanitos han destruido en sus juegos. Sumallacta tiene a su disposición una antara pero siente que lo que él ahora quiere tocar sólo puede hacerlo con el dulce sonido de la flauta. De modo que el joven indio decide bajar al río en busca de carrizales, encuentra uno, con ojo y mano expertos elige finalmente uno de los canutos, luego con su navaja comienza a forjar con prolijidad y cierta ansiedad la flauta; terminado su trabajo retorna a su bohío y a la caída de la tarde el joven comunero comienza a tocar el instrumento tallado con sus propias manos y todos los poblanos saben que esos sonidos y esas melodías sólo pueden salir de la quena de Amadeo Sumallacta. Poco después leí La Iliada y comprendí que Alegría procedía de ese tronco homérico, de la tradición épica, sobre todo cuando leí cantos como el Catálogo de las Naves y la forja del nuevo escudo de Aquiles a manos de Hefesto, el dios herrero, cojo y feo (pero esposo de Afrodita, la más bella de las diosas del Olimpo). también Arguedas en el bellísimo capítulo "El zumbayllo", de Los ríos profundos, se inscribe en la milenaria constelación de Homero. Pero sin duda es Guimaraes Rosa el mayor estructurador de orbes épicos, en el sentido hegeliano, de la narrativa latinoamericana. Vargas Llosa escribió hace muchos años que Gran sertón: veredas era el Amadis de Gaula de nuestra América; no le falta razón a nuestro gran novelista, pero cuando leí la novela (y cada vez que la releo) tuve la sensación de hallarme en el campo de batalla entre aqueos y troyanos, con sus héroes y sus armas, cabalgando por el intrincado sertón con sus diversos parajes, como el infernal de Susuaron, con su flora y su fauna y todo el mundo de objetos creado por los habitantes de esas regiones. En Retablo, Julián Pérez se revela como discípulo no indigno de estos maestros. Desde hacía muchos años no leía una novela que mostrase un conocimiento tan íntimo y diverso del entorno geográfico, natural y cultural, donde tiene lugar la historia, en este caso la historia de los Medina Huarcaya y de los pobladores de Pumaranra. Ríos, riachos, plantas, cerros, caminos, vientos, lluvias y heladas, animales, plantas y cosas, y olores y colores y sabores, vestimenta y culinaria, música y danzas, están descritos con deleite pero no como motivos independientes, sino integrado a las peripecias de los personajes. Y esto que es válido para los espacios rurales, lo es hasta cierto punto también para Humanga, la urbe señorial, que es vista desde diferentes tiempos, con sus barrios, casonas, arquerías, plazas y sus treintitrés iglesias, si bien hay otras dimensiones de la ciudad –como realidad arquitectónica y realidad social- que, a mi parecer, no han sido suficientemente exploradas.
Una de las limitaciones de la narrativa andina tiene que ver con el tratamiento del amor y el sexo. En el indigenismo anterior a Alegría y a Arguedas sólo existía la sexualidad inmediata de carácter violatorio, con el tópico del gamonal con el derecho de gozar de las primicias de las indias núbiles, tópico que continuará todavía en el indigenismo clásico. En Alegría el amor y el sexo entre las parejas campesinas constituyen uniones placenteras ligadas a la tierra y a la agricultura, las ceremonias del enamoramiento entre los cholos y las "Clorindas y las Lucindas" (en La serpiente de oro) tienen un carácter festivo y en el relato "Siempre hay caminos" el tema central es el deseo y el nacimiento del amor erótico. Salvo en el cuento "El ayla" (que trata, de acuerdo a una costumbre ancestral, de la iniciación sexual –en verdad de carácter orgiástico- entre las parejas de jóvenes indios), las relaciones sexuales en la obra de Arguedas fluctúan entre el sexo pecaminoso, sucio y culposo (como el practican los adolescentes de LRP con la Opa o don Bruno con la Kurku en TS) y el sexo sublimado por una suerte de amor romántico que se da entre el mundo de los mistis o entre el señor y la mestiza. En Vargas Vicuña el amor erótico está ligado a los ritos agrarios y el paso de las estaciones, aunque en algún cuento aparece el tema del incesto, pero siempre narrado en forma oblicua con un lenguaje traspasado de lirismo. A excepción (por lo menos hasta donde yo he leído) de Cuzco, después del amor, de Nieto Degregori, que se desarrolla en una urbe andina con carácter cosmopolita y en que los amantes pertenecen al sector de intelectuales y artistas, en la narrativa andina postarguediana el tema de las relaciones amorosas está abordado de manera esquemática, austera, casi pudibunda. Por eso, creo yo, que Retablo constituye en esta narrativa toda una liberación en cuanto al tratamiento del amor, el sexo y el erotismo. Hay, por supuesto, diversos tipos y casos del amor y la sexualidad. Hay el amor recatado y filial (como el de los padres de Grimaldo y Manuel Jesús), hay el amor no correspondido (como el secreto y melancólico amor de Clavelina), hay infidelidades castigadas con la muerte, hay violaciones directa o encubiertas por la seducción y el engaño (como la relación entre Fausto Amorín y Amelia), pero sobre todo hay una predisposición general para el amor erótico al que se entregan gozosamente en pie de igualdad hombres y mujeres. Aparte de las violaciones directas, lo que prima en el libro de Julián Pérez es un erotismo celebratorio, lúdico, picaresco y libre, cuyas formas, en las zonas más rurales, reciben el estímulo del espectáculo de la Naturaleza y de sus criaturas que rodean a los seres humanos. Así en medio de los grandes conflictos sociales e históricos que refleja la novela, esta dimensión erótica enriquece y confiere frescura y alegría a la representación de la vida del poblado de Pumanrara.
La espina dorsal que atraviesa todas las historias de Retablo, la constituye la indagación de las raíces históricas de la violencia que en buena parte determinará la apuesta de Grimaldo por la lucha armada para cambiar el orden vigente. Desde tiempos inmemoriales la vida en esta región de los Andes se desenvuelve en medio de dos situaciones básicas: la oposición entre los "uquis-notables" y los "indios-chutos", como dice Carme Ollé "por la tenencia de la tierra, el odio de clases o por el deprecio interracial"; la otra situación responde a los conflictos que existen en todos las zonas andinas entre comunidades vecinas por cuestiones de límites; en el caso de Retablo son las comunidades de Lucanamarca y Pumanrara las que viven en un estado de beligerancia, rivalidad y desconfianza mutua permanente. La particularidad en la novela de Julián Pérez es que los notables y ricos de Pumanrara, presididos por el linaje de los Amorin, establecen alianzas con los "uquis" de Lucanamarca para apoderarse de las tierras y de la mina de sal de los pumaranrrinos. Estas contradicciones se manifiestan de manera concentrada en las familias de los Medina, considerados como "chutos" por el clan adversario, y los Amorin, principales entre los notables del pueblo de Pumanrara. La rivalidad entre ambas familias se agudiza con el asesinato del arriero Gregorio Medina Sacsara (padre de Néstor Medina y abuelo de Grimaldo y Manuel Jesús) por bandoleros disfrazados de Lucanamarca al servicio de Fausto Amorín, el viejo. Néstor, que fue testigo siendo casi un niño del asesinato de su padre, será testigo más delante de varias incursiones de fuerzas combinadas, de policías y lucanamarquinos, en una de las cuales la casa de los Medina queda reducida a cenizas. Precisamente uno de los pasajes épicos más notable de Retablo es aquel en que Clavelina Contreras, bella muchacha poseedora de la voz más hermosa del pueblo y virgen aún se une a la resistencia contra la mesnada del segundo Amorín y muere después de ser violada por la gendarmería.
En medio de este clima de guerra no declarada más que secular, de odios y rencores, y en un momento en que los notables ejercen pleno dominio, llega a Pumanrara un forastero que se presenta como alfabetizador del gobierno militar de Velasco Alvarado. Los "uquis", que son enemigos de la Reforma Agraria velasquista, lo detienen y hacen pasar la noche en el cepo, y a la mañana siguiente, amarrado de espaldas a un burro chúcaro, lo expulsan de manera humillante del pueblo con el peligro de que perdiera la vida desabarrancándose a un abismo. Tiempo después, sin embargo, el forastero retorna a Pumaranra, pero esta vez se presenta como Antonio Fernández, experto en cuestiones agrarias interesado en estudiar las andenerías que utilizan los comuneros en la agricultura de la zona. Alojado en la casa de la anciana más pobre del lugar, Mamá Auli, y que es, asimismo, la memoria viva de Pumanrara, mediante un trabajo paciente, que incluye la experimentación de nuevos métodos de riego y el deporte, logra ganarse la confianza del pueblo y de manera especial de los jóvenes, entre los que se encuentra Grimaldo Medina Huarcaya, uno de los personajes principales, si no el principal, de la novela. Antonio Fernández es el primer mentor de Grimaldo en el camino de la rebeldía: él lo inicia en cuestiones de ideología y junto con otros jóvenes del lugar los ejercita físicamente y los prepara en el conocimiento de la geografía de la zona donde se halla el lugar llamado Markaqasa donde años después los subversivos, comandados por Grimaldo (cuyo nombre de combate será Antonio, en homenaje a Antonio Fernández que murió en una acción subversiva) convertirán en fortín. En Huamanga, Grimaldo, graduado en Antropología completa su formación y se entrega a la lucha armada y su accionar se extiende por la zona de sus ancestros en los dos primeros años del gobierno de Belaúnde. Así en otro nivel, en otra dimensión, continúa la inmemorial lucha entre Lucanamarca y Pumanrara, entre "uquis" y "chutos", entre los Medina y el clan de los Amorín, cuyo último Fausto Amorín, después que los subversivos destruyen la mina Buena Nueva Urankancha, será liquidado y dinamitado en el atrio de la iglesia del Señor de Luren, por dos de los sobrevivientes del ataque conjunto de tropas de infantería y helicópteros artillados al fortín Markaqasa, donde pierde la vida Grimaldo-Antonio, si bien nunca se encontró su cadáver.
En el tratamiento de la guerra subversiva, Julián Pérez ha evitado en gran medida el maniqueísmo, la idealización o estigmatización de los personajes por sus opciones políticas y, acierto notable, ha desideologizado el relato controlando el uso del metalenguaje ideológico-partidarista tan característico de las organizaciones de origen marxista-leninista- maoísta; así, por ejemplo, nunca se nombra a Sendero Luminoso cuyos destacamentos son llamados "rebeldes", "subversivos", "alzados", y sólo cuando es indispensable para la compresión del discurso narrativo se alude al Partido con la "P" como sigla. Por supuesto, el narrador no puede eludir el uso de la jerga de las fuerzas del orden y de los medios periodísticos contrarios a la subversión, como en el texto siguiente: "Una compacta columna de delincuentes subversivos al mando del sanguinario-polpotiano-terrorista-asesino-loco con el alias de Antonio, fue abatido en las alturas de Pumaranra". Ahora bien. Uno de los mayores desafíos que la novela debe haberle planteado a su autor es la plasmación artística de Grimaldo Medina (la elección del nombre de Grimaldo, es una clara aunque secreta respuesta de Julián Pérez al cuento de Luis Nieto Degregori, "Vísperas", pues el modelo real –Hildebrando Pérez Huarancca- es el mismo en ambas historias). Una de las razones del retorno de Manuel Jesús a Huamanga y a la zona de Pumaranra es ubicar el lugar donde murió en combate y recoger testimonios sobre Grimaldo Medina, hermano mayor suyo y reivindicar su memoria. El resultado no es un personaje de una sola pieza, sin fisuras, ejemplar y heroico; según los recuerdos del narrador, fue un hermano protector, amante y respuetuoso de sus padres, un oyente apasionado de la historia de Pumaranra y de Lucanamarca, en cuyo devenir tuvo lugar el asesinato de su abuelo y de las humillaciones, incluyendo la cárcel, que padeció su padre; pero también presenta a Grimaldo en su adolescencia y primera juventud como un fornicador empedernido que utiliza un leguaje grueso y aun obsceno cuando alude a sus aventuras amatorias; y tampoco oculta los hechos de sangre cometidos por el destacamento subversivo que él comandaba como consecuencia de ese lado oscuro e irracional que pueden alcanzar hasta las guerras más justas. Aunque no está exento del todo de maniqueísmo en relación a Lucanamarca (en algunas ocasiones el narrador apostrofa a sus pobladores como "raza maldita", "raza traídora", lo cual incluso es antidialéctico –"uno se divide en dos" decía el viejo Mao-: no todos los alemanes durante la guerra fueron nazis, no todos los norteamericanos apoyaron la barbarie de Bush en relación a Irak o Afganistán), Retablo ofrece una visión distinta, por lo menos más matizada, sobre los sucesos atroces que ocurrieron en ese pueblo durante la guerra interna. De modo que ya en un plano extraliterario, la novela de Julián Pérez tendrá que ser tomada en cuenta para que historiadores del futuro, de espíritu abierto y equilibrado, formulen una versión más objetiva de lo que sucedió en Lucanamarca.
El rol de Manuel Jesús como narrador-personaje merece un último comentario. Aunque es el narrador principal y quien desencadena la historia, su discurso no es ni narcisista ni monológico, pues al incorporar otras voces y otras memorias, relativiza su propia visión de los sucesos y confiere una dimensión dialógica al tejido narrativo. De otro lado, la representación que hace de sí mismo, dista de ser complaciente: a la profunda crisis existencial por la que atraviesa –ruptura matrimonial, sentimiento de haber fracasado en todas las metas que se impuso en la vida- se añade el secreto sentimiento de culpa que arrastra por haber abandonado a sus padres huyendo a Lima para evitar la represión militar por ser hermano del "sanguinario terrorista" Grimaldo Medina. Existen, desde luego, algunos defectos formales y técnicos secundarios que no desmerecen las calidades del libro. En suma, Julián Pérez con Retablo ha escrito una buena, incluso muy buena novela -no sólo en cuanto al tema de la guerra sino de la novela peruana en general-, que despierta fundadas esperanzas en que en los próximos años emprenderá proyectos novelísticos mayores y más arriesgados.
Empecé este ensayo aludiendo al Informe de la Comisión de la Verdad sobre este período traumatizante de nuestra historia que algunos escritores caracterizaron como "el tiempo del dolor" o "el tiempo del miedo". Por eso me parece razonable que vuelva a dicho Informe para concluir este trabajo. Aunque con algunos aspectos controversiales -como los que señalé al iniciar este texto-, peso a todo, considero que el Informe de la Comisión de la Verdad constituye un documento histórico, fundamental para conocer el tipo de país que somos. Y en relación a los narradores y novelistas del presente y del futuro, es un texto de indispensable consulta, sean cuales fueren sus convicciones ideológicas u opciones políticas. Sin embargo, es preciso ir más allá, mucho más allá del Informe viajando por tiempos razonables a las zonas de guerra y recoger los testimonios tanto de los que padecieron la violencia como de los que la desencadenaron, pero no para elaborar reportajes, sino para transformar todo lo recogido en ficciones que rescaten verdades que solo el género novelesco puede revelar. Las diez novelas que he comentado en este trabajo constiuyen un logro inicial, incluyendo las ficciones que he criticado de manera abierta a partir de mis propias concepciones literarias e ideológicas (lo cual no quiere decir en manera alguna que sus autores carezcan de talento; por el contrario, sin contar a VLl que tiene ya otro nivel, son buenos autores con mucho conocimiento del oficio, como Santiago Rocangliolo, joven narrador de gran talento que seguramente llegará a escribir novelas importantes). Sería de un gusto deplorable que yo intentase hacer aquí una especie de ranking, sólo diré que algunas de estas novelas me resultaron incitantes y otras me sorprendieron gratamente pro el admirable nivel literario alcanzado. Al comienzo de este ensayo decía que la guerra interna no debe ser tomada sólo como un tema literario o impuesto por las demandas del mercado del libro. Pues siempre debería tenerse en cuenta que las novelas de los grandes maestros, siendo gran literatura, se imponen por la verdad humana que revelan.



* Publicado en
Libros & Artes Nº 20 y 21. Lima: julio 2007, pp. 18-25.
En la foto: José de Piérola, en San Francisco, una de las ciudades en las cuales transcurre su nueva novela El camino de regreso
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