zonadenoticias

viernes, julio 20, 2007

La nueva novela de José de Piérola

Como adelantara tan solo este lunes, José de Piérola (Lima, 1961) publica una nueva novela, y lo hace en la colección La otra orilla de la editorial Norma. La misma se titula El camino de regreso, y se presenta el próximo martes 24 a las 7:00 pm en la Sala José María Arguedas de la FIL. Las palabras de rigor estarán a cargo de Miguel Gutiérrez.
Sobre el autor, dice la nota de prensa de la editorial: "José de Piérola, escritor de inmenso registro creador, no solo ha explorado la vertiente realista, también, la vertiente fantástica o insólita con 'Lápices', ganador del Primer Premio del Copé de Cuento 2000 y la novela Shatranj. El juego de los reyes, publicada en 2005 dentro de la colección Zona Libre, en la senda maravillosa y legendaria de Las mil y una noches. No obstante el reconocimiento lo ha recibido con el Premio Internacional Max Aub en 1988 por 'En el vientre de la noche' (editado por Pre-Textos en 1999), cuento de factura realista, sobre el conflicto interno de los años 1980-1992; estética dentro de la que se sitúan su obra siguiente, Un beso de invierno, que se impuso en el Concurso Novela Corta 2000 del Banco Central de Reserva y su novela más significativa, a la fecha: El camino de regreso, novela con la que cierra una prodigiosa trilogía y que consolida a su autor como uno de los narradores de las letras peruanas más importantes de inicios del siglo XXI".
A continuación, y en exclusiva, dos significativos fragmentos de El camino de regreso. El primero se sitúa en "un pueblito perdido" del Ayacucho del segundo gobierno belaundista, con población civil, policías, sinchis y "abigeos" en escena. El segundo, en la Lima de inicios de los noventa, específicamente en el epicentro del terrorífico atentado con coche-bomba de Sendero Luminoso en la céntrica calle Tarata. ¿Será que José de Piérola se ubica con esta novela sobre la violencia política en el punto medio entre, digamos, Dante Castro y Alonso Cueto?

(Fragmento 1)

Benancio pensó al principio que la urgencia del viaje se debía a algún capricho del sobrino del ingeniero. Los jóvenes de las mejores familias eran dados a esos viajes excéntricos a la sierra porque quizá se creían inmortales. Recién se daba cuenta de que se trataba de otra cosa. Es más, tuvo la impresión de que estaba otra vez envuelto en una situación que ya creía superada. Esta vez no era él quien buscaba, pero daba lo mismo, una parte de él, como por decir los huesos, recordaba con claridad.
Hacía casi diez años, cuando lo destacaron a Cayarí, un pueblito perdido en el norte del Ayacucho, nadie le había advertido que no llevara a Lily, su primera esposa. Todos los guardias civiles lo hacían. Con más razón todavía si eran recién casados. Llegaron al pueblo de gente huraña, que lo saludaba, buenas, sargento, antes de seguir caminando con un atado de leña o un niño colgado en la espalda. Lily le decía que así sería al principio, que se fijara más bien en el cielo azul, el verdor de los sauces. ¿No era como estar de vacaciones? Benancio no tuvo más remedio que aceptar. Y aunque le habían dicho que gallinazo no cantaba en puna, en pocos días, con Lily a su lado, ya sentía ganas de cantar, más todavía cuando ella le anunció, sonrojándose, que estaba en estado. Seremos tres, Ben, como ella lo llamaba. Como si eso fuera poco, unos días después, cuando Benancio creía tocar el cielo, el silencio de Cayarí fue interrumpido por un ruido de motores.
Tres helicópteros en medio del cielo azul. Bajaron en la Pampa Cayarí, a donde fue, acompañado del guardia Huamán, a ver de qué se trataba. Del primer helicóptero bajaron sinchis, vestidos de negro, armados como para la guerra. Del segundo bajaron civiles, un enjambre de civiles que formó un círculo alrededor del tercer helicóptero, de donde bajó un hombre mayor, distinguido, de cejas grises y cara tan blanca como si nunca hubiera visto el Sol. Benancio casi se cae de espaldas. Se trataba del Presidente de la República en persona, que, después de bajar con la cara congestionada por el esfuerzo, le dio un apretón de manos.
—Estamos recorriendo la zona —dijo— porque nos preocupa el problema de los abigeos.
Sin esperar respuesta, empezó a caminar en dirección al pueblo, a menos de trescientos metros, seguido por el enjambre de civiles, algunos con cámaras fotográficas, otros con grabadoras, mientras los sinchis se distribuían por las callejuelas del pueblo, asustando a las mujeres que habían salido a ver los helicópteros. El Presidente de la República se detuvo en la plaza de armas sin asfaltar cuya única gracia eran cuatro bancas de piedra. Los sinchis izaron una bandera peruana, y todos, guiados por el Presidente de la República, cantaron el Himno Nacional. Terminado el acto, el Presidente de la República se despidió de Benancio con un apretón de manos, luego regresó a los helicópteros dejándole en la mano un olor a colonia importada. En menos de cinco minutos la visita presidencial ya era un recuerdo. Benancio se dirigió al guardia Huamán.
—¿Abigeos?
—Ladrones de caballos —respondió éste.
El maestro de la escuela le explicó su versión pero a Benancio le pareció imposible. Una semana después, cuando ya habían agotado el tema, se sentó junto a la ventada del puesto desde donde tenía una visión panorámica de la plaza. Era casi mediodía, hora en que Lily se aparecía por la plaza, trayéndole el almuerzo. Benancio revisaba un periódico atrasado, mirando de vez en cuando por la ventana. No habían dado las doce cuando la vio aparecer por la esquina de la pila de agua. Era el momento que más le gustaba del día, en especial desde que Lily empezó a usar esos vestidos de maternidad, que, contradictoriamente la hacía parecer una chiquilla. Ese día, sin embargo, no pudo sonreír de satisfacción.
Una explosión de dinamita sacudió la plaza, haciendo caer las tejas del puesto. Mientras sacaba su revolver, la vio caer de rodillas, junto a la pila de agua, el portaviandas estrellándose contra el piso. Llamó a Huamán, que en ese momento se ocupaba en el excusado, antes de parapetarse detrás de la ventana, justo cuando aparecían por la equina de la casa comunal, unos ocho hombres, seis de ellos con aspecto de campesino, otro con cara de mestizo, pantalón verde olivo, camisa de cuadros, el último, que parecía dirigirlos, era un blanquiñoso de pelo enrulado, anteojos de carey, pantalón vaquero y camisa de limeño. Los campesinos iban armados con machetes, el hombre de pantalón verde olivo con un fusil automático, el otro con una pistola, quizá una Smith & Wesson o una Beretta.
Los dos hombres armados se parapetaron detrás de las bancas de piedra de la plaza. Benancio respondió el fuego, dosificando el parque, para evitar que se acercaran al puesto. Huamán, al oír el tiroteo, salió del excusado, y llegó con el único fusil del que disponían. Resistieron, pero como el ataque se alargaba, Benancio se vio obligado a dar la orden de disparar a matar. Cayeron dos campesinos. Mientras Huamán lo cubría, Benancio apuntó al mestizo. La mira señalaba el cuello, pero cuando presionó el gatillo, muy despacio, como le habían enseñado en la escuela, le atinó en la frente. El mestizo cayó de espaldas, como empujado por una fuerza sobrehumana. Huamán disparó en seco. Tuvo que agacharse para recargar. Benancio, sin el lujo de poder apuntar, respondió el fuego del blanquiñoso, que corría hacia la otra esquina, donde Lily seguía acurrucada, temblando de miedo, cubriéndose la barriga con las manos. Benancio lo hirió en la pierna, pero el blanquiñoso, siguió avanzando. Rengueando se acercó a Lily. Benancio disparó, pero sólo oyó el clic del martillo. El blanquiñoso se detuvo junto a la pila de agua.
El tiempo se estiró como si fuera de goma. El blanquiñoso miró al puesto, luego a Lily, agachada, temblando, el vestido de denim azul que ella usaba con una blusa blanca ya mojado con el agua que salpicaba de la pila. Quizá comprendió la relación, porque volteó, y le disparó a Lily en el pecho. Lily cayó, sin quejarse, todavía protegiéndose la barriga con las manos. Benancio lanzó un grito de impotencia que retumbó en toda la plaza. Quizá en todo el valle. Para cuando Huamán terminó de recargar su fusil, el blanquiñoso ya se alejaba rengueando, dejando un hilo de sangre en la cuesta que daba al bosque de sauces.
Benancio le arranchó el fusil a Huamán, y salió del puesto, cruzó la plaza, y después de arrodillarse junto a Lily, besándole la cara todavía caliente, corrió en dirección al bosque. Cruzó por entre los añosos troncos, de cortezas esponjosas, luego bordeó los sembríos de papas, bajó al otro lado de la colina, llegó a la ribera del río, saltó sobre las piedras, examinó la hilera de pencas, luego avanzó por la ribera, buscando alguna pista, un indicio que le permitiera encontrar al blanquiñoso, pero no encontró nada. El hilo de sangre desaparecía en el bosque. Esa misma tarde, después de darle cristiana sepultura a Lily, salió a lomo de bestia, dejando el puesto a cargo del cabo Huamán, que comunicó por radio las novedades. En contra de las órdenes de sus superiores, Benancio recorrió la zona, entrando a los caseríos, preguntando. Cerciorándose. Le gritaban abusivo, le cerraban las puertas, lo evitaban por los caminos, pero nadie comprendía cuánto poder tiene el dolor. Ni hambre tuvo durante esos días de búsqueda frenética. Cuatro días después, sin haber dormido mucho, quizá sin haber comido nada, regresó al puesto. Bajó de la bestia temblando. Los labios partidos, los ojos rojos, la voz inundada de dolor.
Lo esperaba un capitán que le ordenó regresar a Lima. Por haber sido Espada de Honor en su promoción le iban a perdonar la insubordinación, pero le dijo que se olvidara de los ascensos por un buen tiempo. Lo destacaron a Santa Juana de la Cruz, un pueblito muy al norte del Perú, lejos de la plaza donde Lily había caído, lejos de la mancha de sangre junto a la pila de agua, lejos del bosque de sauces donde todavía veía desaparecer los rulos insolentes del blanquiñoso.


(Fragmento 2)

La onda expansiva, ensordecedora, era una vaharada caliente, líquida, vapor de azogue que obligaba a abrir la boca, llegando a los pulmones como un fluido cúprico, denso, que ardía dentro del pecho. Todavía sin comprender lo que pasaba, porque jamás había experimentado nada semejante, Fernando empezó a correr, pero no en sentido opuesto, como habría sido lógico, sino hacia el centro mismo de la explosión. No podía saber qué hacía ni por qué lo hacía; no tenía tiempo para pensarlo; era una reacción visceral que simplemente lo empujaba a avanzar en medio del vaho caliente que le quemaba las pestañas, avanzar oyendo las granizadas de vidrio que caían de los ventanales sobre las veredas, las alarmas de los autos, los primeros gritos humanos que más que gritos eran alaridos de dolor, mientras seguía avanzando por la angosta vereda detrás de la iglesia, esquivando la gente caída, señoras de abrigo, hombres de terno, estudiantes de zapatillas y mochilla ovillados contra el vano de una joyería, ahora, sí, cada vez más seguro del lugar a dónde quería llegar. Se oyó otra explosión lejana. Quizá el eco de la primera. Las luces de toda la ciudad se apagaron. Siguió avanzando en la oscuridad.
Dobló en Larco a la derecha, con la intención de no parar hasta llegar al Risorgimento, pero tuvo que detenerse. Entraba en una escena de guerra. Larco estaba cubierta de fierros retorcidos, pedazos de concreto, vidrios triturados. Los autos habían desaparecido de la esquina frente a Tarata empujados por la fuerza expansiva. Frente al Banco Weiss ardía un fuego violento que iluminaba la calle con resplandores rojizos. El humo amarillento, curvándose alrededor de las paredes desgajadas, se elevaba iluminando la calle. Una muchacha de unos quince años corría en dirección contraria, gritando algo que no logró comprender. La succión que creaba el aire caliente al elevarse, hacía flamear su casaca negra, demasiado grande para ella. El edificio de Tarata, frente al Banco Weiss, había perdido la pared lateral, destrozada por la explosión. Los interiores se veían ahora, medio iluminados por el resplandor, como una monstruosa casa de muñecas que empieza a arder. Un hombre parado frente a las lenguas de fuego que salían del primer piso gritaba: "¡Carlo! ¡Hijo! ¡Carlo!". Una mujer descalza salió del humo con un niño en los brazos. Pasó frente a él, la mirada perdida, la cara tiznada, unos hilos de sangre bajándole de la nariz. Un hombre atrapado en medio de unos fierros retorcidos trataba de liberarse empujándose con las manos. Su casaca de dril blanco parpadeaba con el fuego.
Sin comprender muy bien qué pasaba, ni por qué sentía aquel temblor interior, Fernando siguió avanzando, internándose en medio de los escombros iluminados con resplandores rojizos. Los gritos se multiplicaban. Una voz de mujer reclamaba. ¡Qué pasa, Dios mío, qué pasa! Los paneles de vidrio habían desaparecido del Risorgimento. Los pesados maceteros de terracota, que antes habían adornado el interior con geranios rojos, habían sido arrojados dentro del restaurante por la fuerza expansiva de la explosión. La vereda estaba cubierta de pedazos de concreto, varillas retorcidas de aluminio, las junturas de lo que había sido el parasol verde. Saltó hacia adentro entrecerrando los ojos para evitar el humo. Otra voz de mujer gritaba. "¡Mamá, mamá!, ¿dónde estás?". Con el humo ardiéndole en los pulmones, los vidrios crepitando bajo las suelas de los zapatos, avanzó a tientas buscando la mesa de su padre. La esquina desde donde este se había despedido levantando su vaso de cerveza estaba vacía.
Se dirigió hacia dentro, caminando a tientas, demorado por la densidad del humo. Olía a carne quemada, vino que hervía en alguna parte, a plástico que se disuelve. El fuego que salía de la cocina iluminaba el humo con parpadeos amarillentos. Tropezó con el cuerpo de una mujer joven de sacón negro. La había visto al salir, escuchando los argumentos del hombre de corbata, pero sin llegar a convencerse. Dos mesas, empujadas hasta el fondo, ardían ahora como dos leños rectangulares. Siguió avanzando por sobre una granizada de platos, botellas, vasos de vino demolidos por la explosión. Había movimientos, pero el humo impedía saber si eran seres humanos, brazos que pedían ayuda, o si se trataba de las ondas de aire que jugaban con la imaginación. Se topó con una pared de ladrillo caravista. Sin darse cuenta, había caminado en círculo, llegando a la entrada del restaurante. La placa de bronce había desaparecido.
Corrió hacia adentro otra vez, saltando por entre los cuerpos, tosiendo con el humo que le ardía en los pulmones. Era como entrar a un horno inmenso. Tropezando con sillas caídas, reventadas contra la pared por la fuerza expansiva, llegó al fondo, cerca de la cocina. La cara le ardía. Las llamas intermitentes que salían de la cocina empezaban a propagarse por las otras mesas. Unas chispas le chamuscaron un mechón de pelo, pero siguió avanzando, porque encontró una mesa intacta, volcada hacia adentro. Trató de moverla, pero la mesa parecía anclada por los escombros, de modo que tuvo que jalarla con ambas manos, haciendo fuerza, hasta que se movió chirriando sobre los vidrios rotos. Cuando abrió los ojos vio a un hombre caído, la cabeza de lado, el cuello de la camisa todavía impecable. Era su padre.
No había signo de dolor alguno. Solo un leve rictus de decepción en los labios, como quien lamenta algo terrible, pero no quiere o no tiene tiempo de expresarlo. Se arrodilló. Metió la mano debajo de la cabeza de su padre. Quizá en ese momento un vidrio le había hecho aquel corte en diagonal. No lo recordaba. Su atención estaba puesta en la sangre que se empozaba en el suelo. Unos vidrios rotos se le clavaron en las rodillas, pero no le importó, porque necesitaba inclinarse para apoyar el oído en el pecho de su padre. En medio del humo, de los gritos, del chisporroteo del fuego, cerró los ojos, concentrándose. Los latidos llegaron lejanos, pero constantes, como si su padre se negara a morir. Entonces, allí, en medio del humo caliente, empezó a hablarle, pensando que mientras le hablara lo mantendría con vida. Le decía una frase, luego escuchaba el corazón otra vez, como si así pudiera escuchar las respuestas. Viejo, tienes que contarme otra vez cómo eran los arrozales de Trujillo, iremos a pescar a mano en el puerto de Chicama como cuando eras niño, también vamos a ir a esas ciudades de adobe de las que te sentías tan orgulloso, viejo, las cosas van a ser diferentes, ya lo veras, te lo prometo, pero no te mueras, no me dejes solo, no ahora.
Le habló quizá por unos minutos, quizá una hora, como si nada más importara en el mundo. No había tenido tiempo de preguntarse entonces quién había hecho aquello. ¿Quién había sido capaz? Porque en ese momento, en medio de la explosión más devastadora que había conocido Lima, la necesidad de creer que el corazón de su padre seguiría latiendo si él no dejaba de hablarle, había sido más importante que cualquier cosa.
Fue después, el día del entierro, cuando arrojó aquel puñado de tierra húmeda sobre el ataúd de caoba de su padre, cuando se preguntó por primera vez quién había sido el responsable. Creyó que se traba de una pregunta inútil. Jamás llegaría a saberlo. Era mejor dejarlo todo atrás. Y por unas semanas, hablando con sus compañeros del Trento, compartiendo un cigarrillo con Gretchen, pensó que era posible. Pero una noche había recibido aquel recorte de periódico. Entonces no tuvo que pensarlo demasiado. Simplemente se dejó llevar por el impulso, un impulso tan poderoso que parecía gobernar hasta los rincones más inesperados de su voluntad. Lo único importante había sido encontrarlo. Pensó que lo había hecho, irónicamente, cuando ya estaba fuera de su alcance para siempre, enterrado en aquella tumba urgente del cementerio de Huancashuasi.
Una llamada telefónica, un nombre imposible, René Cateriano, le hacían saber que su búsqueda no había terminado todavía. El hombre que había creído muerto le hablaba ahora de entre los vivos. Tuvo que empuñar el auricular con fuerza para que no se le cayera.
—No digas mi nombre —dijo Antonio—. Haz como si hablaras con Cateriano.
—¿Qué quieres?
—Tenemos que hablar. Sé que fuiste a mi casa.
—Hace tiempo.
—No importa: sé para qué.
Fernando no respondió. La sorpresa había pasado. Se daba cuenta ahora de que quizá esa era última oportunidad.
—Escúchame —dijo Antonio—. Me ha costado trabajo encontrarte, pero me alegra haberlo hecho, porque lo que tenemos que hablar es muy importante.
Fernando dejó pasar unos segundos. No quería que la ansiedad se oyera en su voz. Su jefe, tomando té con el meñique levantado, estudiaba una hoja de presupuestos con un lápiz afilado en la otra mano.
—¿Cuándo?
—Este viernes —dijo Antonio—. En la esquina de Angamos con Arequipa, a las siete de la noche, no faltes.


En la foto: carátula de la obra.