zonadenoticias

martes, junio 20, 2006

Más sobre la novela de Bayly

Del post anterior, me quedó dando vueltas lo afirmado por Isabelle Saya-Salvador en cuanto al lenguaje utilizado por Petronila, la anciana madre de Mercedes, la empleada de Julián Beltrán, nombre que da Jaime Bayly al protagonista de su novela Y de repente, un ángel. A modo de ejemplificación respecto a lo señalado por Saya-Salvador, ofrezco aquí un acápite del libro. La acción se sitúa en la vivienda de la anciana ("una casucha de una planta, modesta pero al menos acabada, con techos y ventanas terminadas, y rodeada de un pequeño huerto demarcado por una verja de palos y alambres" -132); para arribar a ella los personajes han tenido que desviarse "de la carretera pasando el pueblo de Caraz y ahora trepamos un pequeño cerro en cuyas laderas se han construido casas endebles, de techo de paja y paredes a medio hacer" (131-2):

40

Petronila, Mercedes y yo estamos sentados a la mesa del patio. Yo me he resistido firmemente a comer cuy y Mercedes tampoco se ha animado, así que su madre se lo come sola y no parece lamentarlo, pues lo hace con la mano y, extasiada, se chupa los dedos. Yo he comido un pan con mantequilla y una manzana. Mercedes dice que no tiene hambre, pero ya se ha comido cuatro panes con queso y mantequilla. La tarde está fresca, agradable. Casi no hay ruidos, salvo los que hacen ocasionalmente las gallinas del huerto. Mercedes parece feliz. Sonríe de un modo sereno, agradecido, como si hubiese hallado por fin algo valioso en su vida. Su madre, en cambio, no se sabe si está contenta, preocupada o tensa con nuestra presencia, porque habla poco, a duras penas nos dirige la mirada y más bien concentra su atención en el cuy frito que tiene enfrente. Me sorprende que no dé señales de emoción con la llegada de su hija, pero sorprende más que Mercedes no parezca guardarle el mínimo rencor y que esta reunión sea tan simple, sin reproches ni explicaciones de ningún tipo, como si fuese una cosa normal dejar de verse tanto tiempo y luego reencontrarse de este modo.
-¿Y mis hermanos, dónde están? –pregunta Mercedes-. ¿No vive ninguno acá en el cerro contigo?
Petronila mordisquea una pata de cuy y dice con frialdad:
-¿Dónde andarán, pues? Yo no sé nada.
-¿Pero cuántos hermanos somos? –insiste Mercedes.
-¿Qué? –pregunta la vieja, sin mucho interés, y me mira fugazmente, y yo le sonrío, pero ella me ignora.
-¿Cuántos somos? –grita Mercedes.
-No sé, pues, hijita –se impacienta Petronila-. ¿Cómo voy a saber yo cuántos hijos tengo? Ya fue hace mucho eso, ya no me acuerdo.
-Deben haber sido muchos, ¿no? –intervengo, sólo para decir algo.
-Como ocho éramos, creo –opina Mercedes.
-Muchos críos, sí –dice Petronila-. Muchos cachorros tuve. Como diez fácil, y me puedo estar quedando corta, le digo, patrón.
-No me diga patrón, Petronila –digo.
-Le digo, pues, le digo –sube ella la voz, una vocecita aguda pero firme. ¿Cómo voy a saber yo cuántos cachorros tuve, si ahora soy una vieja de mierda y no sé ni cuántos años tengo?
-Mamá, por favor, no seas boca sucia –dice Mercedes, sonriendo.
-¿Y ninguno de sus hijos la viene a visitar? –pregunto.
-Sí, a veces vienen de noche –responde ella.
-¿De noche?
-Sí, vienen fantasmas, deben ser ellos, mis cachorros –dice ella, y Mercedes y yo nos miramos intrigados.
-¿Fantasmas, mamá? –pregunta Mercedes.
-¿Dónde hay fantasmas? –se crispa de pronto Petronila, y mira a todos lados, curiosa-. Si te joden, mándalos a la concha de su madre y se van rapidito –añade.
-¿Todos sus hijos están muertos, señora? –pregunto.
Petronila me mira con mala cara.
-¡Qué preguntas más jodidas me haces! –protesta.
-Pero, mamá –se impacienta Mercedes-. ¡Cómo no vas a saber si mis hermanos están vivos o muertos!
-Por mí que todos están muertos, porque ninguno se aparece por acá, sólo de noche vienen a joder cuando estoy durmiendo y me jalan de la pata, esos malparidos –dice Petronila.
-Bueno, por lo menos me tienes a mí –le dice Mercedes, y le da un beso en la mejilla, pero Petronila la mira con cierto disgusto y dice:
-¿Qué me quieres sacar, dime? ¿Quieres plata? ¿Has venido por plata? Porque te voy a decir una cosa, gordita, ¿cómo dices que te llamas?
-Mercedes.
-Mercedes, sí. Yo no me acuerdo que eres mi hija, ¿ya? Puedes ser como puedes no ser. Yo no me acuerdo nada de nada, ni un carajo me acuerdo. Así que no sé qué me quieres sacar, porque yo no tengo nada de billete para darte, hijita.
-No hables así, mamá –dice Mercedes-. No vengo por la plata. Vengo porque te quiero y quiero cuidarte. Ya estás vieja para estar solita.
-Así que ya sabes, hijita –prosigue Petronila, como si no la hubiera escuchado-. Yo te puedo dar tu cuy, tu gallina frita, tu caucau, tu carapulcra, te puedo dar tu pan con mantequilla, pero más que eso, no te puedo dar, ¿estamos claros, mamita?
-Sí, sí, viejita, no te preocupes, yo no quiero que me des nada –dice Mercedes.
-Hemos venido porque queríamos conocerla, señora Petronila –digo yo.
-¿Y tú quién eres? –me mira ella, con expresión alunada, como si recién me viera-. ¿Tú también eres mi hijo?
-No, no soy su hijo –me río.
-Hijo político eres, claro –dice Petronila-. ¿Te has casado acá con mi Mercedes, sabido?
-Mamá, no digas tonterías, ya te dije que es mi amigo –se ruboriza Mercedes.
-Arrejuntados son –dice Petronila, con cierta melancolía-. Ahora es así, se juntan como los conejos.
-Somos sólo amigos, señora –digo.
-Ya, ya, papito, como tu pan –dice ella, incrédula, y mordisquea un pedazo de cuy.
-Mamá, ¿y tú de qué vives? –pregunta Mercedes, untando mantequilla en otro pan.
A su lado, unas palomas revolotean picoteando los pedazos de pan que caen al suelo.
-¿Qué dices? –grita Petronila-. Habla fuerte, hijita, que no te escucho.
-¿De qué vives? –grita Mercedes.
-No me grites, tampoco –le reprende su madre.
Luego mordisquea el cuy y se queda pensativa, mirando el cielo. A lo lejos ladran unos perros.
-De milagro, vivo –dice, con un aire triste-. ¿De qué más voy a vivir?
-¿Pero quién te mantiene? –insiste Mercedes.
-¿Cómo quién me mantiene? –se exalta Petronila.
-Claro, pues –dice Mercedes, impacientándose también-. ¿De dónde sacas plata?
La señora Petronila se ríe, tirándose hacia atrás. Es una risita aguda, ahogada, como para adentro.
-Plata, plata. Ya sabía yo que venías por la plata, pendeja –dice, mirando a su hija con desdén-. ¡No tengo plata! ¡Ya te dije, no tengo un sol partido por la mitad! Si quieres plata, pídele a tu arrejuntado –añade, dirigiéndose a mí.
-No quiero plata, mamá –se ríe Mercedes-. Sólo quiero saber cómo haces para comer.
La señora Petronila responde con serenidad, como si fuese algo obvio:
-Mato un cuy y me lo como, pues, hijita.
-¿Todos los días? -pregunto, sonriendo.

-Todos los días, patrón –dice ella, con orgullo.
-¿Y no se acaban los cuyes? –pregunto.
-No, no, no –se ríe ella, contenta-. Los cuyes cachan parejo, patrón. Todo el día paran cachando.
-¡Mamá! –se escandaliza Mercedes.
-Es verdad, hijita, nunca puedo terminarme los cuyes, siempre hay más por todos lados, ¿no ves?
Petronila se levanta con su bastón, avanza por la huerta, busca debajo de las plantas y salen corriendo decenas de cuyes que a su vez alborotan a las gallinas, que aletean alrededor de Petronila mientras ella las espanta con su bastón y dice:
-¿Ves cuánto cuy tengo? Yo me como uno cada día y cada día nacen varios chiquitos. Bien cacheros son estos cuyes. Un día se van a cachar a las gallinas.
Mercedes y yo nos reímos, mientras Petronila sigue buscando más cuyes entre los arbustos.
-Así nomás vivo –habla, como para sí misma-. Ellos cachan y yo me los como.
Luego suspira y dice, mirando al cielo:
-¿Qué me haría sin mis cuyes, Diosito lindo?